3.6. Ser totalmente macedoniano

—Je voudrais savoir comment m´approcher d´un texte.

Comment, émotion écartée, reconaître qu´il relève de la littérature.

Ne pas me fier à mon émotion.

Me fier à mon esprit d´analyse. Est-ce possible ?

—Ah ! c´est très français cette idée d´avoir une conscience littéraire !

-Georges Charbonnier entrevista a Jorge Luis Borges


Ser totalmente macedoniano es ser en la literatura más que en la realidad o, mejor: es privilegiar la realidad literaria sobre la realidad sensible, de acuerdo con Ricardo Piglia. Él mismo ha dicho que a veces Macedonio se le impone como si fuera la misma literatura Argentina (video: 2, 3, 4 y 5). Sin embargo, la máquina de contar historias en que se basa esa novela de Piglia sobre Macedonio, La ciudad ausente, no es ajena a los escritores que he ido mencionando: La invención de Morel, Rayuela y “El Aleph” representan mecanismos que relatan interminablemente, mezclan y acumulan con codicia historias, tantas historias—o tantas incontables mezclas y remixes de una historia base—que el resultado no se concentra en ellas, sino en el proceso mismo de contar, en la máquina. Sólo por esta razón es posible que el mismo Cortázar, ese narrador eficaz que vuelve imprescindible cada detalle con palabras casuales—el juicio es de Borges—, lamenta en “Diario de un cuento”: “cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares”. Ya puedo admitir que estas líneas caóticas perseguían al cabo—y al menos, diré en mi descargo— cierta unidad temática: hablan de ciertos cruces críticos y personales entre cuatro escritores argentinos que el mundo ha encumbrado como universales. Cada uno tenía una opinión muy diferente del otro, y tales opiniones han sido siempre tan subjetivas como, si no objetivas—como han negado Antonio Alatorre y Tomás Segovia—sí objetivistas. Esto quiere decir que cada intervención crítica es única, por ser personal, pero que está determinada por el objeto criticado, pues se trata de crítica seria, de valor. De aquí se desprende otra cualidad definitoria de la crítica: es múltiple. Señalé además que la literatura de Macedonio termina por ser crítica del mundo; ¿no es éste el caso también de Cortázar, de Bioy, de Borges? Y aún más, el sentido múltiple de las sentencias y calificaciones borgesianas, ya ejemplificado con sus pocas palabras para Macedonio y Cortázar, ¿no es en sí literatura? La carta íntima pero pública de Cortázar a Felisberto Hernández y “Diario de un cuento”, ¿no funden en su interior crítica con literatura? ¿Y el estilo que Bioy y Macedonio cuidaban aun en textos personales y en sus especulaciones ensayísticas, en sus anécdotas y diarios, en su correspondencia? Hay en todo esto otra enseñanza: lejos de la obsesión por tener una conciencia literaria que Borges, francófobo, atribuye con sorna a los franceses y yo simplemente al esnobismo universal, la mejor crítica se revela necesariamente literatura. Y viceversa. Mi previa pereza y posterior culpa quieren estar de acuerdo con esta conclusión: mientras distraje al lector con anécdotas baladíes sobre escritores, corrí a mi librero para confirmar la supuesta cita de Octavio Paz, supuesta porque no existe, no al menos como yo la arrojé en el primer post a las distracciones de quien lee. Algo dije sobre la experiencia estética, y el árbol y el sujeto; la construcción de Paz dice que “la sabiduría no está ni en la fijeza ni en el cambio, sino en la dialéctica entre ellos”. No estética, sino sabiduría pero, dicho todo lo anterior, cuál es la diferencia.

Aguillón-Mata

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3.5. A propósito

A propósito me viene a la mente otra lectura de Macedonio que no es la irónica y desconfiada admiración de Borges ni el desdén decidido de Bioy; Julio Cortázar, en emotiva carta póstuma a Felisberto Hernández dice:

…si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio ni a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga […] Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Julia y de La casa inundada.

La relación entre los comentaristas de Macedonio que he citado, más o menos informales todos en su empresa, es de por sí bastante equívoca: Bioy sintió por Cortázar una simpatía casi cortés, basada tanto en la admiración por el escritor como en la curiosidad por el bohemio—entendido por Bioy el bohemio como “el otro”—; en las conversaciones con Sergio López, sobre “Diario de un cuento” de Cortázar:

…probablemente sea el más grande homenaje que me hayan hecho nunca. De una generosidad extraordinaria, realmente. Para mí recordar ese cuento es de una felicidad y un dolor enorme. Es una felicidad por la generosidad del cuento, pero también es un dolor porque yo nunca se lo agradecí a Cortázar. Yo soy un gran postergador de cartas. Me acuerdo que una mañana vino Vlady Kociancich y me pidió que le escribiera a Cortázar porque estaba muy enfermo. Bueno, yo postergué esa carta y al poco tiempo murió Cortázar. Me sentí tristísimo por no haberle agradecido ese cuento.

—El homenaje es tan redondo que incluso el cuento parece escrito un poco “a la manera de Bioy Casares”.

—Es un cuento precioso y una muestra de cariño muy grande. Además, con Cortázar nos pasó una cosa lindísima: los dos, yo en Buenos Aires y él en París, escribimos casi el mismo cuento. El protagonista del cuento de Cortázar es un viajante que llega a Montevideo y se hospeda en el hotel Cervantes. El mío también quiere ir al hotel Cervantes, pero lo llevan a otro. El de Cortázar está en el cuarto y no puede dormir porque al lado hay un chico que llora. En el mío el protagonista tampoco puede dormir porque en el cuarto de al lado hay una pareja haciendo el amor. Al día siguiente el de Cortázar va a protestar, entonces le dicen que no puede ser, que en el cuarto de al lado no había ningún chico, y en mi cuarto en lugar de una pareja había un señor que se llamaba Merlín. Eso fue lindísimo. Fíjese que es casi el mismo cuento, sin embargo no nos enojamos y nos sentimos muy felices porque esa coincidencia indicaba una afinidad entre dos amigos.

Bioy habla alternativamente de dos textos de Cortázar, como todo mundo sabe: “Diario de un cuento”, donde hay una serie de menciones muy favorables sobre el oficio escritural de Bioy, y “La puerta condenada”, que coincide en más de un detalle con “Un viaje o el mago inmortal”. Pero, como lamenté al resumir el argumento de “Cirugía…”, en el resumen de Bioy algo se ha perdido. Esa misma frase usó Borges al prologar una colección de cuentos de Cortázar. Fue generoso, pero hay que tener en cuenta que esa sola página de favor borgesiano, frente a las muchas más para Bioy, para Macedonio, inquieta por lo que implica de silencio. Quizá la mejor valoración crítica del Borges sobre el autor de “La puerta condenada” es ésta: “nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar”. Evidentemente, en esta oración hay un juicio de valor, pero éste cede ante al preciso hallazgo del buen lector, del crítico: el engarce del argumento, en los textos de Cortázar, con el Sentido es perfecto, fatal, inquebrantable. Un ejercicio más detallado explicaría por qué, pero Borges se limitó a esta sentencia luminosa.

Aguillón-Mata

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3.4. Dependencia

Dependencia estilística—no comunicación—mantenía al joven Borges al lado de Macedonio. Que el estilo de Borges, hoy eficaz cuando menos, se debiera al de otro, incluso tratándose de Macedonio, no deja de asombrar. Quizá debido a esta marca imperecedera Borges codificó con no poca sorna el prólogo al que en el post anterior me he referido. Adolfo Bioy Casares, entrevistado por Sergio López, dice al respecto:

Me gustaban los cuentos sobre Macedonio, pero me parece que escribe de una manera que uno no puede leerlo, porque no he podido leer ninguno de sus libros. Yo no lo conocí, pero me he carteado alguna vez con él, por ahí tengo algunas cartas de Macedonio escritas en ese mismo estilo un poco pesado. A veces hay alguna cosa graciosa, pero nada más. No sé, era como si Borges estuviera escribiendo una novela con su vida y ciertos personajes los inventaba un poco y los hacía más graciosos de lo que fueron, más geniales de lo que fueron. […] Macedonio es una creación de Borges, lisa y llanamente. Lo que pasa es que la figura de Macedonio es muy simpática. Que se mudara de pensión en pensión, que tuviera debajo de la cama una valija llena de masitas viejas, en fin, quizá todo eso sea atractivo para un historiador de la literatura.

Esta opinión era compartida entre las amistades de Bioy—Borges excusado; Olga Orozco, por su parte, compuso estas rimas:

En su momento lloré

la muerte de Macedonio.

Nos dejó unos libros que

mandan su gloria al demonio.

Parece que Bioy y compañía tienen una concepción opuesta del quehacer literario a la de Macedonio: el lector debe ser solapado como todo cliente, debe sentirse a gusto, retenerse con amabilidad y sin efectismo. Esto no implica entera sumisión de quien escribe: los textos de Bioy no son simples, sino decididamente engañosos. Pero el engaño consiste en que el lector va casi por propia voluntad hacia un terreno grave y desconcertante. “El lado de la sombra”, “La trama celeste” y Dormir al sol tienen el encanto de lo sencillo que pronto nos muestra un rostro urgente y desconcertado: el propio. El resultado puede ser terrible, pero Bioy ha llevado al lector hasta ahí como no queriendo, mientras Macedonio lo ha hecho a palos. El mismo Adolfo ha confesado, con pena, que valerse de la ciencia ficción—lo que implica cierto efectismo—es al tiempo valerse de una herramienta atractiva pero en última instancia innecesaria, síntoma al cabo de sus carencias como escrito

Bioy tiene razón en su juicio sobre Macedonio en la medida que el autor de “Cirujía…” es para él un viejo ocurrente e ilegible; es decir: Borges sí inventó al Macedonio que Bioy conoció, cuando menos. Sin embargo las voces—y sobre todo las voces literarias—son escurridizas y escapan irremediablemente a cualquier etiqueta. Macedonio ha roto ya la figura a que Bioy se refiere y, con ayuda sobre todo de Ricardo Piglia, ha ganado en misterio y malicia literaria. Bioy, para su desgracia, no conoció sino al viejo inventado por Borges y no pudo sospechar por tanto aquel que Piglia encumbra. Ante esta figura postrera y mística que Piglia ofrece debe trabajar mi desconfianza, sin embargo, tanto como ante el simpático parlanchín de un Borges avergonzado: Macedonio Fernández no es ni uno ni otro, siendo de algún modo ambos.

Aguillón-Mata

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3.3. La memoria

La memoria, base de la crítica, recrea el objeto criticado. Que los azares de mi memoria especulen y puntualicen, entonces: en el laudatorio prólogo que Borges dedica a Macedonio se lee que éste “hablaba como al margen del diálogo y, sin embargo, era su centro”. Hay en tal descripción de Macedonio un modelo de modestia borgesiana y otra puya contra la summa de conocimiento parodiada en la figura de Carlos Argentino. A continuación otro ejemplo:

«Mi última emoción, en Europa, fue el diálogo con el gran escritor judeo-español Rafael Cansinos Assens, en quien estaban todas las lenguas y todas las literaturas, como si él mismo fuera Europa y todos los ayeres de Europa. En Macedonio hallé otra cosa. Era como si Adán, el primer hombre, pensara y resolviera en el Paraíso los problemas fundamentales. Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio, la joven eternidad. La erudición le parecía un modo aparatoso de no pensar».

A pesar de Lugones, estas palabras garantizaron la inmortalidad de Macedonio. Más que “Cirugía…” o aun la misma Museo de la novela de la Eterna, no porque el prólogo de Borges valga más, por supuesto, sino porque nadie hubiera editado y reeditado como hasta ahora los textos de Macedonio sin la venia por escrito del autor de Ficciones. (Entre paréntesis diré que ésta es también una función de la crítica.) Al prólogo que Borges dedica a Macedonio se debe gran parte de la curiosidad que lleva a leerlo. Borges es Borges, y a ver quién niega la efectividad de esta tautología. Pero, por extraño que parezca, tras una segunda mirada esta elegía en prosa adquiere otro sentido: en mil novecientos veinticinco Borges publicó Inquisiciones. En este libro, que se negó retóricamente a su reedición en las obras completas, hay una emulación cínica—o inocente, diré en descargo—, casi plagio de Macedonio: “La nadería de la personalidad”. Aquí el principio:

«Intencionario, punto y aparte. Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo, dos puntos. Empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, coma, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto, punto y seguido».

Y así sigue unas diez páginas. Con razón Borges no quiso reeditarlo. Porque ni tiene la gracia de Macedonio, aunque la pretende, ni la autoridad del mejor Borges. Y es que la entrega de Georgie—como él mismo firmaba sus cartas—a la figura, más que paternal, casi sacerdotal de Macedonio, era tan exasperante que los neologismos exóticos, la puntuación caprichosa, la reverberación barroca y hasta el tema son aquí fatalmente macedonianos. Y Borges quería serlo hasta en la intimidad, como consta en la correspondencia. Carta de Macedonio a Borges—mil novecientos treinta y tantos:

«Querido Jorge: Iré esta tarde y me quedaré a cenar si no hay inconveniente y estamos con ganas de trabajar. (Advertirás que las ganas de cenar las tengo aun con inconveniente y sólo falta asegurarme las otras). Tienes que disculparme por no haber ido anoche. Soy tan distraído que iba para allá y en el camino me acuerdo de que me había quedado en casa».

Compárese con una respuesta de Borges:

«Hace más de diez días que se me ha pegado París a la suela de los zapatos, pero aún no conozco lo bastante bien esta ciudad para determinar con precisión en dónde queda aquí la calle Rivadavia, y por eso va esta carta a visitarte en vez de ir yo personalmente».

He aquí un Borges interesado en hacerse al margen del diálogo y ser, al tiempo, su centro. Y he aquí que tan halagadora como lapidaria resulta la elegía de Borges dedicada a Macedonio en que se identifica la vitalidad del verbo lúdico con la primera edad del hombre, Adán fundamental, y en la que se afirma además que el Macedonio de mayor valor es el de la expresión ida de las conversaciones y no el de la escritura. No veo por qué el Borges maduro querría enterrar al amigo, aunque es evidente por qué quiso enterrar al joven Borges de Inquisiciones y de las cartas entusiastas, emuladoras del verbo macedoniano. En otras palabras: el comentario de Borges sobre Macedonio debe leerse en la diestra con “El arte de injuriar” en la siniestra.

Aguillón-Mata

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3.2. Que el pensamiento piense el pensamiento

Que el pensamiento piense el pensamiento, que el arte piense el arte—la frase es de Severo Sarduy. Mientras me río de los chistes de Macedonio, su palabra crítica contiene una gravedad insospechada que exige evaluación. Reviso qué opinan los maestros de la crítica: “es la formulación de la experiencia del lector”, dice Antonio Alatorre. Como tal “formulación” es imposible sin la “experiencia”, el filólogo privilegia la subjetividad del lector en esta breve y por tanto eficaz definición y sólo enseguida la formulación de la misma. Nada ha dicho aún sobre la primera formulación, el objeto de la crítica. La crítica en tanto “respuesta” es una entre varias intervenciones en un diálogo imperecedero. Se sabe lo que es un diálogo y que ninguno se salva de impertinencias: una expresión lapidaria como “tal libro es bueno o no” habla, en primerísimo lugar, de una experiencia lectora más bien pobre y, enseguida, a veces, de un libro bueno o uno malo. Ningún crítico respetable va a ceder fácilmente a las frases lapidarias—aunque llega a suceder—; si un libro parece malo al crítico, éste guardará silencio al respecto, como todos hacemos tan amablemente cuando se cuenta un mal chiste. Considerado lo anterior y para dejar a Alatorre por un momento, me quedo con que la crítica habla más de quien enuncia que de su objeto.

Se puede enriquecer esta base con palabras de Tomás Segovia: “La denuncia de la subjetividad me ha parecido siempre una cursilería, hipócrita como toda cursilería. Quien dice Para mí esto es así no está hablando de sus ojos ni menos aún de sus anteojos”. Uy. Quiero estar seguro de que Segovia no pensaba en Alatorre al escribir estas palabras. Bien pudo bajarle al tono, pero hay que admitir que tiene razón. Si aceptamos que la crítica es la enunciación de una experiencia lectora, es decir, de una subjetividad, hay que ceder también ante la transformación del sujeto que contempla debido al objeto contemplado. Aquello que se critica determina al sujeto; esto es, si no se alcanza la objetividad en el ejercicio de la crítica, al menos su contrario, la subjetividad lectora, debe bastante a cierto (inventemos una palabra) objetivismo. De lo que se desprende que, si un lector pretendidamente crítico queda incólume ante la lectura de un texto es porque éste no sirve o porque el sujeto en realidad no sabe leer.

Establecidas estas simplezas, que si se me disculpa llamaré teóricas, me dispongo a reconstruir a Macedonio mediante memorias de terceros.

Borges: “en los últimos días de mil novecientos sesenta, dicto, al azar de la memoria y de sus vaivenes, lo que el tiempo me deja de las queridas y ciertamente misteriosas imágenes que, para mí, fueron Macedonio Fernández”. Por demás conocidos son los espaldarazos críticos que recibió Macedonio de Leopoldo Lugones, en el prólogo a Papeles de Recienvenido y, póstumamente, de Borges, en la antología por él preparada. Los silencios acumulados que siguieron a estas validaciones sobre la vida y obra del autor de “Cirugía…” no bastaron para que ahora un Ricardo Piglia, ni más ni menos, pretenda instituir el desdén de Macedonio como el centro y aun fuente de la mejor literatura hispanoamericana actual. No estará tan desencaminado Piglia si amén de esos desdenes consideramos la naturaleza digresiva e inconclusa de Bolaño más importante que la supuesta buena factura de una, por decir, Isabel Allende o cualquier otro epígono de los últimos hits editoriales. Pero esto es ya hacer historia de la literatura, materia más bien aburrida. Prefiero detenerme un momento en la oración de Borges ya citada: “dicto al azar de la memoria”, dice el viejo, y desde ahí estoy obligado, como buen lector de Borges que debo de ser, a leer lo que sigue con muchas precauciones. Se trata de la misma memoria que retiene más esterilidades que sentido en las ficciones del viejo. Al final de “El Aleph” Borges dice: “felizmente, me trabajó el olvido”, o algo así. La potencia de Funes semeja la saturación de ese círculo de pocos centímetros de diámetro en el que se cruzan todos los lugares. La memoria, en suma, de Borges, tiene dos puntas, como la lengua de una serpiente. Téngase en cuenta.

Aguillón-Mata

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2.3. Eres el hombre

Eres el hombre en ese tren que cruza la frontera alemana con el Imperio Austrohúngaro, rumbo a Dresde, una de las escalas de tu viaje veraniego de San Petersburgo a la Selva Negra; luna de miel, le llaman. O eres el hombre que viaja entre las noches gélidas de Moscú rumbo a San Petersburgo, a cada kilómetro más y más largas, las noches, hasta llegar al punto en que dos horas de luz grisácea, entre veinticuatro, harían una jornada agradable. O eres tú, no sé. El primero tiene una gran opinión de sí; es un hombre y ha de morir, pero es ya mismo inmortal, y lo sabe, aunque no todavía de qué modo. El segundo ha conocido el trabajo meticuloso y detallado, el estudio de la profesión médica, más que la explosión intermitente del propio genio; se sabe un hombre normal y el Estado a menudo se lo recuerda, aplastándolo, pero no sólo el Estado, sino también los libros, ciertos libros, sobre todo los libros del otro hombre en tren, que también lo aplastan desde el pasado, cien años, también aplasta Fédor Dostoievski, pero de otro modo, desde su divinidad, con su dedo apuntando al segundo hombre, a todos los hombres, a ti mismo, el que se sabe inmortal a todos nosotros, los demás. Pero he aquí que “inmortal” no significa “eterno”, nos recuerda Hannah Arendt (The Life of the Mind, 1971). El que no muere, sin embargo, ha nacido; vive ahora, pero antes, en el pasado, no vivía ni era, mientras el resto del mundo sí era, y sin inmutarse. En su viaje, el segundo hombre, Leonid Tsypkin, recorre los andares de personajes de ficción. Los de Dostoievski, claro, pero obsesionado por uno entre estos en particular: Dostoievski mismo. Dónde nacieron los personajes, dónde nació el inmortal. Borges imagina hombres activos, curiosos, vitales que se secan por la inagotable savia de sus días (en “El Inmortal”, El Aleph, 1949); lo numinoso, dice Arendt, que no muere pero que tampoco nació, pues siempre ha sido, jamás ha hecho, no es activo, sino apenas contemplativo. Tenemos entonces un hombre en busca de una divinidad—Tsypkin tras Dostoievski—pero una que ha nacido, como las griegas. Dónde y cómo ha nacido es lo que cuenta Verano en Baden-Baden, encumbrando la curiosidad intelectual, mejor alimentada mediante la lectura. La lectura del gigante ruso, sí, pero también la lectura, digamos, menor, ahora tan acreditada: en este caso los diarios de Anna Grigórievna, quien iba sentada al lado del inmortal, más alta que él y más atractiva, más joven y menos preocupada por la celebridad de las letras, pragmática, menos vulnerable entonces, en el fondo, luna de miel. Todos los vicios del lector están en la novela de Tsypkin: la ambición por integrarse a la tradición y escribir, por qué no, su propio libro, la obsesión por las grandes bibliotecas, la apología del robo de libros, la fascinación por el viaje lento, a ras de tierra, la persecución inexplicable e impertinente de personajes ficticios y el cariño por lugares, muros, pedazos de piedra, y todos los del escritor: la locura, los celos, el capricho, la injusticia propia del superior.

En su lectura de la tradición griega, Hannah Arendt enfatiza la tarea del espectador: al héroe griego, contemplado por hombres ordinarios, se deben las historias, memoria colectiva. Pero “el sentido de lo que sucede se revela cuando el hecho ha desaparecido” o, en otras palabras, el héroe realiza sus hazañas en pos de la fama, producto del espectador. Si la fama se debe a la hazaña o la hazaña a la fama es una cuestión irrelevante: sin duda, fama y hazaña son interdependientes. Enseguida—esto es: tras generaciones—nuevos espectadores de la fama, no de la hazaña, relatan otra vez, incontables veces, modifican. Tales relatos sobre relatos son nuestra tradición, nuestro palimpsesto sobre el grueso cuero de la historia. Tal es la lectura verdadera, siempre cubierta de una casi imperceptible pátina, y tales son aquellos hombres en tren, viajando en direcciones opuestas, y tales somos nosotros, tú mismo, lector.

Aguillón-Mata

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2.1. Festina lente

Mapa de Oxford por John Speed, 1605

“Festina lente”, apresúrate despacio. En esta famosa sentencia latina se concentran ya la intención y el sentido de las siguientes líneas como se concentra ya extrañamente el libro completo en el comienzo de Negra espalda del tiempo: “Creo no haber confundido nunca la ficción con la realidad” (Javier Marías, 1998). Quien haya comprendido tales sentencias no querrá por tanto continuar la lectura a menos que la comprensión, ojalá, no tiranice la potencia de su mente ni por tanto de su espíritu. Pero he sugerido ir despacio y debo atenerme a ello. Marías ni siquiera había cerrado el inicio de su texto: “aunque sí las he mezclado (ficción y realidad) en más de una ocasión como todo mundo”, dice, lo que implica: hay dejos de verdad en lo mayoritariamente falso e incluso a veces—y tal es el reino de la literatura—hay fundamentos de verdad en lo no sólo mayoritaria sino aun ilusoriamente falso, así como hay rasgos o incluso esencias de franca falsedad en lo aparentemente verdadero o llanamente real. No he escrito “puede haber”, sino “hay”, debido a una convicción personal sobre la imposibilidad de discursos absolutos—ya verdaderos ya falaces. Más en las palabras de Marías: discursos ficticios—no falaces—y reales—no verdaderos—y sus mezclas deben tal rango a su autor; es él quien mezcla los sentidos y este “él” es plural: todo mundo, “no sólo los escritores sino cuantos han relatado algo desde que empezó nuestro conocido tiempo”, pero no todo el tiempo, que nos rebasa. O quizá convenga más referirse a nuestra medida y compilación del tiempo o de los hechos, a la historia, pues el sólo movimiento de los cuerpos en el espacio—mera realidad—nos revela menos que nuestras convenciones, fantasías y relatos alrededor de él—verdad. De ahí el cierre de Marías: “y en este tiempo conocido nadie ha hecho otra cosa que contar y contar, o preparar y meditar su cuento, o maquinarlo”. Más allá de la adquisición de conocimiento, en el mundo nuestro se narra o, en otras palabras: una definición satisface al conocimiento mediante comprensión; un glosa, relato siempre en su naturaleza redundante, satisface a la razón. Hannah Harendt: “el intelecto (Verstand) desea asir lo que se ofrece a los sentidos, pero la razón (Vernunft) quiere comprender su significado” (The Life of the Mind, 1971). Lo anterior debe tenerse en cuenta al valorar Internet como fuente inagotable de información y, ante todo, como instrumento para la democracia. No lo es o puede no serlo, siéndolo. Mucho se han comentado las relaciones entre la red y algunas célebres metáforas borgesianas, entre ellas la biblioteca infinita o el libro de arena, pero Borges señaló en cada una de esas figuras que tener todo es pobreza y realizó una hermosa apología del olvido, luego de lamentarlo con impotencia y rabia al inicio de su texto, en “El Aleph” (1949); sus héroes de la acumulación de realidades sensibles—Carlos Argentino, Funes, Homero (o un Homero inminente, en “El Inmortal”, 1949)—son tristes autómatas, víctimas de una comprensión sin relato, de realidad sin verdad. Así los consumidores de la inmensa información existente en la red que evaden procesos interrogativos por un exceso de procesos cognoscitivos. Arendt reconoce que el pensamiento no se conforma y es autodestructivo; esto es: como el ajedrez que no repite una partida, intenta nuevos modos de plantear una cuestión y rechaza las respuestas definitivas porque encuentra su sentido y su existencia sólo en la pregunta. Al adoptar la información sin cuestionarla ahorramos tiempo perdiendo el tempo; este ritmo, el del relato tras las cosas, deviene sentido. Saber con base en la realidad es necesario para pensar, pero no es pensar. De aquí que la necesaria lectura de Internet—citas, sentencias, datos, imágenes—debe complementarse con la respiración del relato, con la lectura de libros extensos y cadenciosos, a contratiempo del vértigo actual. Después de todo y de acuerdo con Arendt, es la banalidad y no lo demoniaco ni lo monstruoso, la causa primera y más común del mal. Su ejemplo—Adolf Eichmann—no difiere en esencia de los nuestros contemporáneos, entre los que arbitrariamente señalo el célebre mea culpa de Fidel Castro que no explica nada, sino insulta.

Aguillón-Mata

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