3.2. Que el pensamiento piense el pensamiento

Que el pensamiento piense el pensamiento, que el arte piense el arte—la frase es de Severo Sarduy. Mientras me río de los chistes de Macedonio, su palabra crítica contiene una gravedad insospechada que exige evaluación. Reviso qué opinan los maestros de la crítica: “es la formulación de la experiencia del lector”, dice Antonio Alatorre. Como tal “formulación” es imposible sin la “experiencia”, el filólogo privilegia la subjetividad del lector en esta breve y por tanto eficaz definición y sólo enseguida la formulación de la misma. Nada ha dicho aún sobre la primera formulación, el objeto de la crítica. La crítica en tanto “respuesta” es una entre varias intervenciones en un diálogo imperecedero. Se sabe lo que es un diálogo y que ninguno se salva de impertinencias: una expresión lapidaria como “tal libro es bueno o no” habla, en primerísimo lugar, de una experiencia lectora más bien pobre y, enseguida, a veces, de un libro bueno o uno malo. Ningún crítico respetable va a ceder fácilmente a las frases lapidarias—aunque llega a suceder—; si un libro parece malo al crítico, éste guardará silencio al respecto, como todos hacemos tan amablemente cuando se cuenta un mal chiste. Considerado lo anterior y para dejar a Alatorre por un momento, me quedo con que la crítica habla más de quien enuncia que de su objeto.

Se puede enriquecer esta base con palabras de Tomás Segovia: “La denuncia de la subjetividad me ha parecido siempre una cursilería, hipócrita como toda cursilería. Quien dice Para mí esto es así no está hablando de sus ojos ni menos aún de sus anteojos”. Uy. Quiero estar seguro de que Segovia no pensaba en Alatorre al escribir estas palabras. Bien pudo bajarle al tono, pero hay que admitir que tiene razón. Si aceptamos que la crítica es la enunciación de una experiencia lectora, es decir, de una subjetividad, hay que ceder también ante la transformación del sujeto que contempla debido al objeto contemplado. Aquello que se critica determina al sujeto; esto es, si no se alcanza la objetividad en el ejercicio de la crítica, al menos su contrario, la subjetividad lectora, debe bastante a cierto (inventemos una palabra) objetivismo. De lo que se desprende que, si un lector pretendidamente crítico queda incólume ante la lectura de un texto es porque éste no sirve o porque el sujeto en realidad no sabe leer.

Establecidas estas simplezas, que si se me disculpa llamaré teóricas, me dispongo a reconstruir a Macedonio mediante memorias de terceros.

Borges: “en los últimos días de mil novecientos sesenta, dicto, al azar de la memoria y de sus vaivenes, lo que el tiempo me deja de las queridas y ciertamente misteriosas imágenes que, para mí, fueron Macedonio Fernández”. Por demás conocidos son los espaldarazos críticos que recibió Macedonio de Leopoldo Lugones, en el prólogo a Papeles de Recienvenido y, póstumamente, de Borges, en la antología por él preparada. Los silencios acumulados que siguieron a estas validaciones sobre la vida y obra del autor de “Cirugía…” no bastaron para que ahora un Ricardo Piglia, ni más ni menos, pretenda instituir el desdén de Macedonio como el centro y aun fuente de la mejor literatura hispanoamericana actual. No estará tan desencaminado Piglia si amén de esos desdenes consideramos la naturaleza digresiva e inconclusa de Bolaño más importante que la supuesta buena factura de una, por decir, Isabel Allende o cualquier otro epígono de los últimos hits editoriales. Pero esto es ya hacer historia de la literatura, materia más bien aburrida. Prefiero detenerme un momento en la oración de Borges ya citada: “dicto al azar de la memoria”, dice el viejo, y desde ahí estoy obligado, como buen lector de Borges que debo de ser, a leer lo que sigue con muchas precauciones. Se trata de la misma memoria que retiene más esterilidades que sentido en las ficciones del viejo. Al final de “El Aleph” Borges dice: “felizmente, me trabajó el olvido”, o algo así. La potencia de Funes semeja la saturación de ese círculo de pocos centímetros de diámetro en el que se cruzan todos los lugares. La memoria, en suma, de Borges, tiene dos puntas, como la lengua de una serpiente. Téngase en cuenta.

Aguillón-Mata

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1.4. Un paréntesis

Un paréntesis se impone ante los videos de mi tercera entrega. En poquísimas páginas, el ensayo de John Berger (et al., Ways of Seeing, Modos de ver, 1972) pone en jaque, con cuarenta años de anticipación, nuestra hipocresía al juzgar el barbarismo que ha desfigurado a Bibi Aisha y que a poco está de asesinar a Sakineh Mohammadi Ashtiani. En México las mártires de Ciudad Juárez—pero las hay en todo el país y allende—son síntoma de la idea que compartimos con Afganistán o Irán de lo femenino. 2666 muestra sin eufemismos que nadie mata a las mujeres de Juárez, o lo que es igual: todos. Sin eufemismos, he dicho, pero Bolaño muy rápido se va quedando corto. Parientes, amantes, pretendientes, hombres todos, parecemos entender que la mujer está para nuestro solaz. Y ante nuestra incapacidad para retener la atención de una mujer, la herimos. Hay aún cómo empeorar esta conducta: herir a la mujer deseada debe de ser difícil; no tanto si se transforma en mujer abyecta. Quien cortó la nariz de Aisha—su esposo—la arruinó primero espiritualmente, el delito por que muere Ashtiani es moral, las niñas que representa Fever Ray, agredidas con ácido por ir a la escuela, son infieles; las muertas de Juárez aparecen siempre violadas—es un eufemismo. Es como si antes del crimen intentáramos convencernos de que nuestras víctimas no son dignas de sí mismas. He llamado a las mujeres de Juárez «mártires» y al hacerlo corro el riesgo de que se tome a burla: mártir es quien muere por una causa o un ideal; la causa que aplasta a nuestras víctimas es nuestro capricho, el ideal es su absoluta entrega. Nos engañamos al creer que nuestra cultura ha construido su propio modelo femenino; en términos generales, la mujer también se quiere en Occidente posesión. Berger ilustra que el óleo sobre lienzo no es sólo una herramienta ni sólo una técnica sino, como en todos casos, una técnica que define la tradición entera en tema, filosofía y estética. Y como no hay estética sin ética, el óleo—tradición que ha determinado nuestra imaginación pictórica—dio en gran medida forma a nuestra moral. Siendo esto una ruda simplificación, considérese que es la posesión el principal tema del óleo precedente a la fotografía. El mecenas ordenaba cuadros de sí y sus bienes. Esto ha definido nuestra publicidad moderna en la que los bienes son el centro del mensaje definitorio del individuo. En ambas tradiciones—la del óleo sobre lienzo y la de la publicidad—se manifiesta la mujer ideal como bien. Edmundo O’Gorman se pregunta «si el ideal femenino de una época guarda relaciones estrechas, como parece, con el ideal que esa época se forma de la verdad» (en La invención de América, 1958), duda legítima y aguda que lleva a conclusiones escalofriantes, pero es cierto que el ideal femenino no ha cambiado sustancialmente en Occidente y, mirando de cerca, ni siquiera es tan distinto del que hallamos en Medio Oriente. Aquí mi aserción en tres ejemplos de mujeres ideales: la comparación entre Lady Gaga y Katy Perry en la que consta que la joven mujer del mundo libre es una, la misma. El segundo ejemplo muestra la transición de tal mujer ideal a la otra—de Miss América a comentarista de televisión republicana—, con sorna: la madre de familia Gretchen Carlson. Por último este mismo personaje ya generalizado cuyo centro no está en sí, sino en su prole, aquí en propaganda de Sarah Palin. Mujeres contra sí; estos ejemplos son una sola idea de mujer y en todos ella es objeto a poseer. Presumen hablar por sí mismas, pero dicen: «complazco». En México es eso o se mueren. Es verdad que los varones en posición de poder están obligados a ceder terreno a quien sea—mujeres incluidas. Corresponde a ellas en primer lugar, sin embargo—y como señaló hace más de sesenta años Simone de Beauvoir (en Le Deuxième Sexe, El segundo sexo,1949)—, tomar lo que les pertenece, rechazar el patronazgo y la dependencia, no esperar a que los demás las consideren más allá de un asunto parentético.

Aguillón-Mata

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