1.7. Cómo leer la imagen

Cómo leer la imagen es un problema mayor. Desde luego, no de la clase que espera resolución sino acaso sólo descripción: lectura de la lectura. Observo aquí un solo elemento de este problema: sintaxis y parataxis. Habla Alf Khumalo: «De pronto un niño pequeño cayó al piso cerca de mí. Me di cuenta entonces de que la policía no disparaba tiros de advertencia. Disparaban a la multitud. Más niños cayeron» (The Observer, Londres, junio 20, 1976). La fotografía no puede revelarnos esta gradación. La fotografía es un impacto y como tal nos llega. Expresiones como «de pronto», «entonces» y «más», tal como las ha utilizado Khumalo en su historia, son intrasmisibles mediante fotografía. Un contraste, la muerte de Neda Agha-Soltan archivada en Commons. Si observamos la secuencia fílmica del crimen, la película misma cambia el modo en que decodificamos el mensaje. Nos valemos de la sucesión, de la co-dependencia entre imágines; mas una sola de estas tomas insta al cerebro a valerse de reglas que apenas percibimos. Un amigo me mostró este ejemplo simple: trace quien lee una línea diagonal de la esquina inferior izquierda a la opuesta superior derecha sobre un cuadro blanco y luego, sobre otro cuadro idéntico, otra diagonal con la trayectoria opuesta. Al mirar ambas imágenes, los occidentales pensamos por un instante que la primera es una diagonal hacia arriba y que la segunda es una diagonal hacia abajo, pero esto es una mentira. Más precisamente: una convención determinada por nuestras escrituras—de izquierda a derecha, de arriba a abajo. Si la escritura y otras adquisiciones culturales puede determinar la interpretación de los elementos de sentido en una imagen, no puede decirse que determine el punto en que comenzamos dicha lectura ni precisamente el orden del rastreo. La imagen impone sus propias reglas mediante su constitución. La lectura del retrato de Bibi Aisha comienza en la espesa negrura de su herida; la del retrato de Ashtiani comienza en el breve rasgo de identidad y termina en la celda de la tradición vuelta mandato y cobijo. La fotografía de Neda Agha-Soltan va y viene al miedo de sus ojos idos. Desde un punto determinado por el impacto de la imagen, la lectura tiende a abrirse en flor. Y aquí cabe todavía una precisión: Edward Weston afirma que la fotografía no describe porque la descripción es un evento en el tiempo; pues bien, aun presentándosenos la imagen con un impacto, nuestra lectura se sucede en el tiempo. Recibir la imagen no es decodificarla y no hay quien se satisfaga tras un parpadeo frente a una fotografía elocuente. La imagen está ahí; nosotros en ella, no. Tal estar en la imagen es el ejercicio de lectura que me interesa. De modo opuesto al orden sintáctico de nuestras frases, la lectura de una imagen se produce «paratácticamente»—como señalé en el pasado, a propósito de Farabeuf (Salvador Elizondo, 1965)—, con elementos superpuestos o cruzados que hemos de rastrear del centro hacia el margen. Este ejercicio de interpretación, sin embargo, no basta. Las últimas generaciones del género humano, entre las que somos ya viejos si contamos treinta años o más, se comunican y educan principalmente mediante imágines. Se comunican, digo, y quiero decir: se censuran; se educan, o sea: se engañan. La imagen no traslada su verdad sin ideas; las ideas son imposibles sin palabras; las palabras son insostenibles sin la contundencia y realidad de las imágenes. Esta breve serie apela al justo equilibrio entre nuestros códigos y medios, basado en una ética robusta. Quiero tomar para mí la última línea del Ways of Seeing (John Berger et al., Modos de ver, 1972), siempre en plural: nuestro principal propósito ha sido simplemente re-comenzar procesos para la duda. Salud.

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1.4. Un paréntesis

Un paréntesis se impone ante los videos de mi tercera entrega. En poquísimas páginas, el ensayo de John Berger (et al., Ways of Seeing, Modos de ver, 1972) pone en jaque, con cuarenta años de anticipación, nuestra hipocresía al juzgar el barbarismo que ha desfigurado a Bibi Aisha y que a poco está de asesinar a Sakineh Mohammadi Ashtiani. En México las mártires de Ciudad Juárez—pero las hay en todo el país y allende—son síntoma de la idea que compartimos con Afganistán o Irán de lo femenino. 2666 muestra sin eufemismos que nadie mata a las mujeres de Juárez, o lo que es igual: todos. Sin eufemismos, he dicho, pero Bolaño muy rápido se va quedando corto. Parientes, amantes, pretendientes, hombres todos, parecemos entender que la mujer está para nuestro solaz. Y ante nuestra incapacidad para retener la atención de una mujer, la herimos. Hay aún cómo empeorar esta conducta: herir a la mujer deseada debe de ser difícil; no tanto si se transforma en mujer abyecta. Quien cortó la nariz de Aisha—su esposo—la arruinó primero espiritualmente, el delito por que muere Ashtiani es moral, las niñas que representa Fever Ray, agredidas con ácido por ir a la escuela, son infieles; las muertas de Juárez aparecen siempre violadas—es un eufemismo. Es como si antes del crimen intentáramos convencernos de que nuestras víctimas no son dignas de sí mismas. He llamado a las mujeres de Juárez «mártires» y al hacerlo corro el riesgo de que se tome a burla: mártir es quien muere por una causa o un ideal; la causa que aplasta a nuestras víctimas es nuestro capricho, el ideal es su absoluta entrega. Nos engañamos al creer que nuestra cultura ha construido su propio modelo femenino; en términos generales, la mujer también se quiere en Occidente posesión. Berger ilustra que el óleo sobre lienzo no es sólo una herramienta ni sólo una técnica sino, como en todos casos, una técnica que define la tradición entera en tema, filosofía y estética. Y como no hay estética sin ética, el óleo—tradición que ha determinado nuestra imaginación pictórica—dio en gran medida forma a nuestra moral. Siendo esto una ruda simplificación, considérese que es la posesión el principal tema del óleo precedente a la fotografía. El mecenas ordenaba cuadros de sí y sus bienes. Esto ha definido nuestra publicidad moderna en la que los bienes son el centro del mensaje definitorio del individuo. En ambas tradiciones—la del óleo sobre lienzo y la de la publicidad—se manifiesta la mujer ideal como bien. Edmundo O’Gorman se pregunta «si el ideal femenino de una época guarda relaciones estrechas, como parece, con el ideal que esa época se forma de la verdad» (en La invención de América, 1958), duda legítima y aguda que lleva a conclusiones escalofriantes, pero es cierto que el ideal femenino no ha cambiado sustancialmente en Occidente y, mirando de cerca, ni siquiera es tan distinto del que hallamos en Medio Oriente. Aquí mi aserción en tres ejemplos de mujeres ideales: la comparación entre Lady Gaga y Katy Perry en la que consta que la joven mujer del mundo libre es una, la misma. El segundo ejemplo muestra la transición de tal mujer ideal a la otra—de Miss América a comentarista de televisión republicana—, con sorna: la madre de familia Gretchen Carlson. Por último este mismo personaje ya generalizado cuyo centro no está en sí, sino en su prole, aquí en propaganda de Sarah Palin. Mujeres contra sí; estos ejemplos son una sola idea de mujer y en todos ella es objeto a poseer. Presumen hablar por sí mismas, pero dicen: «complazco». En México es eso o se mueren. Es verdad que los varones en posición de poder están obligados a ceder terreno a quien sea—mujeres incluidas. Corresponde a ellas en primer lugar, sin embargo—y como señaló hace más de sesenta años Simone de Beauvoir (en Le Deuxième Sexe, El segundo sexo,1949)—, tomar lo que les pertenece, rechazar el patronazgo y la dependencia, no esperar a que los demás las consideren más allá de un asunto parentético.

Aguillón-Mata

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